Migración en México, de la decepción democrática a la emergencia humanitaria
Los indicadores de pobreza, discriminación, desarrollo humano, derechos humanos y desarrollo económico nos describen una realidad que es difícil de entender en números, pero es fácil de observar en las postales que nos ofrecen las personas migrantes que viajan por cientos en los trenes y que llenan los caminos en su búsqueda por la satisfacción de las necesidades básicas.
La dinámica migratoria en cada país de la región presenta particularidades, pero si es posible realizar una mirada regional al contexto más allá de lo que ocurre en México, se observa que son comunes las condiciones de inequidad, desempleo, precariedad, falta de inversión pública y privada, falta de servicios públicos y sociales, corrupción e impunidad a diversos niveles, inseguridad ciudadana, inseguridad alimentaria, diferentes tipos de violencia social y política y la ausencia de un auténtico Estado de Derecho, condiciones que obligan a migrar a miles de sus connacionales, incluidos los y las mexicanas.
La masacre de 72 migrantes en Tamaulipas y el posterior hallazgo de 47 fosas clandestinas en San Fernando, Tamaulipas, agregó un nuevo ingrediente, que si bien fue denunciado previamente por las organizaciones civiles, albergues y casas de migrantes no fue punto de atención para las autoridades mexicanas: se trataba de la utilización de las y los migrantes como mercancía por parte del crimen organizado.
Conforme avanzaban las informaciones sobre los hechos acaecidos en San Fernando, pasamos de la decepción democrática al terror ante estos crímenes y violaciones sistemáticas y generalizadas. En el imaginario colectivo quedó registrada una nueva forma de vivir la violencia: la masacre de personas por razones de origen. Así pues, con este hecho se confirmó que el Estado había abandonado sus funciones de seguridad ciudadana, es decir, la protección de la persona humana, la vida, la integridad física, la libertad personal, las garantías procesales y la protección judicial independiente del estatus migratorio.
Por lo anterior, se puede afirmar que en la política pública migratoria mexicana se observa una tensión permanente entre el derecho soberano de controlar y regular la admisión, permanencia y tránsito de extranjeros en su territorio, tal como se refleja en los distintos instrumentos de organización y funciones de la Segob, y las necesidades de movilidad de trabajadores motivados por las malas condiciones existentes en las comunidades de origen y por la incuestionable demanda de mano de obra en EUA y, en menor medida, Canadá.
Debido a esta tensión, que afecta igualmente a quienes son más vulnerables a sufrir abusos por su condición de migrantes y por su propia condición de mujeres, niños y niñas o indígenas, no es posible asegurar que exista como tal una política pública integral en el tema, ni mucho menos con enfoques diferenciados, pero sí acciones aisladas y sin coordinación, habitualmente caracterizadas por el control, la regulación de flujos pero, sobre todo, por la criminalización de la migración, medidas que le quitan sentido al concepto de derechos humanos. Es momento de pasar del discurso de los derechos humanos a un goce pleno de los mismos; la emergencia humanitaria que viven los migrantes y sus familias lo exige.
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