Su informe de misión fue presentado al Consejo de Derechos Humanos en marzo del 2012.
En la ominosa lista de aportes latinoamericanos al catálogo contemporáneo de la historia universal de la infamia destaca, sin lugar a dudas, el uso extendido y sistemático de mecanismos de represión estatales que incluso obligaron a acuñar un nombre propio para denunciarlos y combatirlos. Nos referimos a la desaparición forzada.
Es obvio que tan perversa práctica ha afectado a múltiples regiones del planeta, pero es la particular “pericia” en su aplicación ejercida por las dictaduras del Cono Sur y la valiente imputación que han hecho los familiares de las víctimas, aún desde condiciones sumamente riesgosas y en contextos de dramática soledad, las que pusieron en el centro de la atención internacional la gravedad de este fenómeno.
Ponerle nombre al espanto nos hizo entender e identificar que la práctica de la desaparición forzada echaba raíces desde la ribera sur del Río Bravo hasta la Tierra del Fuego. También marcó un parte aguas en las configuraciones e identidades de los nuevos actores sociales; nos puso al lado de las familias que vivirán por siempre las secuelas del dolor y, en demasiados casos, todavía de la impunidad; nos reveló incluso la perdurable y honda herida social; nos forjó el título que hoy enarbolamos y nos distingue como defensores de los derechos humanos.
El Grupo de Trabajo sobre las Desapariciones Forzadas o Involuntarias (Grupo de Trabajo) hace parte consustancial de esta narrativa de resistencia y denuncia. Su linaje se vincula de manera directa al Grupo de Trabajo ad hoc encargado de investigar la situación de los derechos humanos en Chile establecido por la Comisión de Derechos de la ONU en 1975, que fue sustituido en 1979 por un Relator Especial y dos expertos encargados de estudiar la suerte de los desaparecidos en Chile, para culminar en 1980 con el establecimiento del Grupo de Trabajo para que examinara la cuestión de las desapariciones forzadas en todo el mundo.
En nuestra región, el otro gran pilar de este combate tan desigual es la paradigmática sentencia de 1988 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso de la desaparición en Honduras de Manfredo Velásquez Rodríguez. Desde entonces, en este recorrido agobiante, se ha ido perfilando un sendero de hitos normativos que vuelven a congregarnos en la justeza de luchar por, con y al lado de las víctimas, sus familiares y seres queridos, y que orientan la búsqueda de una persona desaparecida incluso allende las geografías de nuestra región, como sucedió y sucede en Indonesia, Sri Lanka o Bosnia-Herzegovina.
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